El partido contra los ingleses en 1986 puede ser el retrato de su vida. Era capaz de todo. La mano. El gol del siglo. Entre cada acción pasaron 4 minutos. De lo alevoso, a lo sublime. Del engaño, a lo artístico. De lo reprobable, a la genialidad. Así fue El Diego. Dentro y fuera de la cancha. O blanco o negro. Jamás gris.
No hubo espacio para matices en su día a día. Quizá, con ellos, todavía lo tendríamos aquí. No se puede saber. Lo que sí creemos es que, con grises, con el equilibrio que jamás tuvo en su ajetreada rutina, no habría sido lo que fue: el futbolista que más ha transmitido y emocionado en toda la historia del juego.
Él se encargó de llevar el potrero al trono mundial. Fue quien desde el barrio ascendió hasta la cúspide del deporte más hermoso del mundo. Y vivió como pudo, como sintió, como quiso. Más instinto que consciencia. Más coraje que sapiencia. Más excesos que responsabilidades. Se equivocó como seguramente se habría equivocado cualquier chico que creció en medio de la pobreza extrema y que generó un entorno de éxito con el que nadie más ha lidiado por jugar a la pelota.
Maradona no fue un Dios, como hizo creer a millones por su talento en los pies. Fue un hombre con un don divino que cautivó a millones y que le dio un ticket sin salida a una vida que, con el pasar del tiempo, se convirtió en laberinto. Igual El Diego siempre tuvo la razón. Pese al montón de errores que cometió, la pelota NUNCA se manchó.
Descansa en paz, GENIO DEL FÚTBOL MUNDIAL.